EL MISTERIO PASCUAL
Misterio Pascual que me interpelas desde hace varios meses
invitándome a adentrarme en tus entrañas,
desde aquel día en que me pidieron expresar en mis propias palabras
lo que tu eres para mí.
Mi respuesta,
fue como un relámpago
que en medio de la noche lo ilumina todo,
de norte a sur y de este a oeste,
duró sólo un instante,
y sin embargo,
me cautivó y me sedujo
Misterio Pascual que encierras en un mismo y único abrazo
los misterios de la muerte y de la vida
de la muerte y de la vida de Jesús,
de nuestras muertes y de nuestras vidas,
de mi muerte y de mi vida.
Misterio Pascual ¡que mal te he recibido!
y ¡que mal te he transmitido!
relegándote a un momento de la historia,
allá en Jerusalén,
cuando Jesús pasó del amar hasta la muerte,
a la plenitud de la vida resucitada.
En mi respuesta dije:
“El misterio Pascual es el misterio del pasar”
(pascua significa paso, pasar)
es el misterio de la vida que surge desde un pasar por la muerte.
Cuando fuimos concebidos nos desarrollamos en el seno materno,
estábamos cómodos, tranquilos, calentitos,
se nos satisfacían todas nuestras necesidades,
pero, nuestro desarrollo,
hizo imposible seguir en lo mismo,
no nos concibieron para eso,
sino… para la vida plena.
El amor del Padre, hecho amor de madre,
nos impulsó a liberarnos de esa dependencia,
si queríamos vivir…, era indispensable renunciar a tanta comodidad,
era necesario morir a esa vida dependiente y segura,
para iniciar un camino de autonomía creciente.
Para nuestra madre,
nuestro nacimiento también significó un paso de muerte,
ya no podría tenernos y cuidarnos las 24 horas del día,
necesitaba dejarnos salir
para que la vida que, en ella se había iniciado,
pudiera seguir su curso.
Nacimos y nos fuimos haciendo conscientes de nuestras necesidades,
reclamando con nuestros llantos, la papa y las mudas.
Al poco andar,
la tranquilidad de la cuna
y de los brazos de la mamá, del papá y de los hermanos no nos bastó,
y tuvimos que renunciar a ella, morir a ella,
para ir a recorrer el mundo por nuestra cuenta.
Con nuestro gatear por la casa y,
en nuestro empeño por alcanzar la autonomía,
aprendimos, a fuerza de costalazos,
que caminando con nuestros propios pies,
podíamos ir más lejos y más rápido.
Toda la vida estamos pasando de una situación a otra,
de lo estático a lo dinámico,
de la rutina acomodaticia y segura a la aventura llena de riesgos,
de lo establecido a lo nuevo,
de nuestras costumbres que poco a poco nos esclavizan
a la libertad de nuestros desprendimientos,
del morir a lo conocido para descubrir la frescura del vivir.
La gran aspiración que tenemos es la de poder establecernos,
lograr una seguridad básica,
ya sea en lo familiar, en lo laboral o en lo social y
nos olvidamos que la vida es un pasar,
que no hay nada definitivo,
que siempre en nuestra vida
hay un paso de muerte que hay que dar
para que la vida pueda seguir su curso
y florecer en todo su esplendor.
¡Cuantas veces esa ansia de estabilidad y seguridad
nos ha llevado por caminos equivocados
y corremos tras su espejismo
al buscarla en lo que tenemos
olvidándonos de lo que somos!
Nos vamos aferrando a lo que tenemos,
casa, comida, salud, trabajo, prestigio,
y por defenderlos,
nos encerramos en nosotros mismos y en nuestras casas.
Nos vamos quedando solos, con el corazón entristecido,
y sin darnos cuenta, cuando creemos que nos acercamos,
solo constatamos que el espejismo se esfuma.
Nos olvidamos de los que nos acompañan
y que le dan sentido a nuestro caminar.
Somos junto con otros
que comparten nuestras búsquedas,
nuestras penas y nuestras alegrías,
compartiéndonos a su vez las suyas;
nos olvidamos de que somos lo que somos
gracias a ellos, a esa vida compartida,
y gracias a la vida que nos ha dado tanto.
Cuando los hijo crecen
y deciden emprender su camino,
lejos de la seguridad de la casa paterna,
dan un paso más de autonomía,
hacia lo desconocido,
hacia su ser pleno.
Mueren a la tranquilidad
que significa vivir al amparo de los papás,
para emprender la aventura de vivir su vida.
Dan ese paso que nosotros dimos en su momento.
Cuando los hijos se van de la casa,
ese segundo parto, ahora compartido con Manón,
los papás aprendemos a morir
a tenerlos a nuestro lado
gozando de su revoloteo incesante en torno nuestro.
Los miramos desde lejos,
y sólo tratamos de acompañarlos,
en la realización de sus anhelos y proyectos.
Nuestra tarea ahora es…
la de siempre…,
encaminarnos hacia lo desconocido
hacia nuevos caminos de vida.
Los años pasan,
los hijos se van
y nuestras fuerzas se van debilitando,
vamos perdiendo autonomía de movimiento,
nos vamos volviendo olvidadizos,
nos vamos haciendo dependientes nuevamente de otros,
nuestra mirada sobre la vida va cambiando,
vamos descubriendo que la vida no nos pertenece,
que todo nos ha sido dado.
Crece en nosotros la gratitud,
van muriendo nuestros juicios sobre los demás,
vamos muriendo a nuestros apegos,
vamos aprendiendo a desprendernos de lo que creíamos tener,
desnudos llegamos a este mundo,
desnudos nos iremos de él.
Nuestros sentimientos de superioridad…
van muriendo.
Va creciendo en nosotros el sentimiento de solidaridad,
nos vamos sintiendo cada día más iguales a los demás,
cada vez más hermanos de todos,
nuestros afanes perfeccionistas
se van desvaneciendo
en su propia insensatez.
Nuestra fe y nuestra confianza
en que el amor es más fuerte que todo,
es lo único que va permaneciendo,
que va ensanchando nuestros corazones,
y nos vamos abriendo al abandono
en las manos del Padre
y reconociendo su cuidado amoroso
a lo largo de toda nuestra vida.
Así, el misterio pascual es el misterio de nuestra propia vida
y de nuestra propia muerte.
La muerte ya no es algo que acontecerá al final de nuestra vida en la tierra.
La muerte es algo que se realiza en la cotidianidad de la vida
y que es necesaria para que la vida pueda crecer y desarrollarse
y alcanzar la plenitud a la que está destinada.
¿No es acaso ese el sentido de la palabra de Jesús:
“Si el grano de trigo arrojado en tierra no muere, se queda solo; más si muere, produce fruto abundante.”? Juan 12,24.
Así también podemos entender a San Francisco de Asís cuando habla de su hermana la muerte, como quien habla de su compañera de vida.
Así también se desmitifica la muerte física, con toda la constelación de tragedia y dolor que la rodea en nuestra sociedad.
La muerte física no es más que otro “paso” de muerte
para que florezca la vida plena
y alcanzar nuestra morada definitiva en la casa del Padre.
En el atardecer de mi vida hago mías las palabras de Juan Bautista a sus discípulos: “Es necesario que El (Jesús) crezca y yo disminuya” Juan 3,30
Lo único que quiero,
en medio de mis debilidades y de mis incongruencias,
es que crezcan en mí y se hagan carne en mí,
los sentimientos de Jesús
hacia todos y cada uno
de los hombres y mujeres que me rodean,
especialmente hacia mi mismo,
hacia Manón,
hacia mis hijos y sus compañeros y compañeras,
hacia mis amigos
y hacia los que se crucen en mi camino.
Que mueran en mí
todos mis sentimientos de superioridad y vanagloria,
que crezcan en mí mis sentimientos de hijo
de nuestro Padre común
y de hermano de todos los hombres
sin distinción.
San Pablo nos relata en forma maravillosa
cómo Jesús vivió su misterio pascual
y nos invita a tener en nosotros
los mismos sentimientos de Jesús:
“Cristo Jesús,
siendo de condición divina,
no consideró codiciable el ser igual a Dios.
Al contrario,
se despojó de su grandeza,
tomó la condición de esclavo
y se hizo semejante a los hombres.
Y en su condición de hombre,
se humilló a si mismo
haciéndose obediente
hasta la muerte,
y una muerte de cruz.
Por eso Dios lo exaltó
y le dio el nombre que está
por sobre todo nombre,
para que ante el nombre de Jesús
se doble toda rodilla en los cielos,
en la tierra y en los abismos,
y toda lengua proclame
que Jesucristo es Señor,
para gloria de Dios Padre.” Filipenses 2, 5-11.
Juan Jeanneret
Quilpué, 17 de febrero 2009